Los pies en la tierra y la cabeza en el otoño

El sauce llorón ni sabe de lágrimas ni sabe de otoños. Cada vez está más cerca la llegada de una nueva estación, otro nuevo ciclo, una nueva oportunidad para volver a comenzar. Los rayos de Lorenzo aún calientan el alma, pero el frío cada vez está más cerca. Eso dicen las montañas.

Y Catalina comienza a entumecernos los huesos, ha vuelto con el rocío entre las manos a empapar las flores en la madrugada. Los días cada vez más cortos, las noches cada vez más largas. Empieza a sobrarnos tanto la piel como la vida. ¿Qué sería de nosotros si estuviéramos cubiertos de hojas?

¿Qué sería de nosotros si entre el otoño y el invierno tuviéramos que desnudarnos en la intemperie? Ver cómo cae al suelo, cómo se nos escurre entre los dedos, todo aquello que tanto nos costó crear durante la primavera y el verano.

Pudiéramos verlo así, con los ojos de la tristeza. O pudiéramos verlo con los ojos de la esperanza, como una oportunidad que grita. Un grito que nos pide crecer, avanzar, desprendernos. Que nos pide aceptar, perdonar y liberarnos.

De nosotros mismos y de aquello que hayamos vivido que nos enraíza los tobillos en nuestra tierra yerma llena de piedras. No. No podemos seguir haciéndonos tanto daño. Merecemos el mismo proceso que los árboles.

¿Y si antaño lo fuimos?, ¿y si antaño nuestra mente fue de hoja caduca?, ¿y si estábamos tan conectados a la tierra que éramos capaces de muchísimo más?

Si la humanidad tenía una respuesta, desde luego que ha sido olvidada. Quizá empezó cuando alzamos la vista al cielo para dejar de mirarnos los pies. Cuando pensamos que el paraíso estaba más allá de las nubes en vez de sentirlo entre las uñas.

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