Ayer tuve el placer de ver la película «Encanto«, acompañada de una de mis mejores amigas. Una tarde de chicas. Qué bonito es pasar tiempo con una persona a la adoras, admiras y quieres con todo tu corazón. Y qué bonito es crecer a su lado, llenarnos de recuerdos, recordarnos de niñas y seguir juntas siendo ya mujercitas. La lluvia abraza los árboles y el viento revuelve a las gaviotas. Desde aquí puedo ver las montañas. La lluvia trae consigo el silencio, el resguardo y el calor de los hogares. Mis gatos me rodean, buscando el calor de mi cuerpo y los perros también, mientras se hacen un ovillo y temen la tormenta.
El gran mensaje de la película de encanto es la magia de una familia unida. Cómo una casa cobra vida por estar llena de amor. Ese aprendizaje tuve el placer de aprenderlo de mi gran maestra, mi abuela. Quien no daba órdenes ni lecciones. Tenía el espíritu de la música, toda la familia la quería, toda la familia bailaba con ella, por ella. Alimentó nuestro instinto y todos sabíamos que en algunas que otras fechas señaladas nos reuniríamos. Pasaríamos tiempo juntos. Seríamos magia y daríamos vida a su hogar.
Qué gran maestra tuve, sin pretender ella enseñar absolutamente nada. Llegan mis fechas favoritas, las que me hacen feliz a la misma vez que me parten el corazón en mil pedazos. Y los recojo todos, para crear un jarrón echo de añicos y villancicos, y planto en él un acebo hembra. Como hacía ella con sus manos (plantó acebos hembra en la calle que vivía, sin pedir permiso a nadie, sin sentirse intimidada por órdenes o consejos que no iba a acatar bajo ningún concepto). Me vuelvo roja, pasional. Es entonces cuando mi alta sensibilidad puede conmigo, lloro sin querer y río sin parar. Como si estuviera loca, inestable.
Qué loco tan cuerdo aquel que revive los recuerdos. Aquel que llora al recordar, aquel que ríe al mismo tiempo. Aquel inestable que estabiliza y organiza todos y cada uno de los recuerdo. Aquel que no puede evitar que le de un vuelco el corazón.
Sigue lloviendo, cada vez menos. Me encantan las casas mágicas, las de familias unidas, las que contagian alegría. Y ese es mi mayor deseo. Ser capaz de construir lo que ella me enseñó. Mis aspiraciones hace tiempo que se redujeron, hace tiempo que dejé de intentar cambiar el mundo, de soñar con ello. Porque comprendí que ese mundo no cabía en una bola de cristal. Y no lo quería. Lo quería pequeñito para poder ser capaz de agitarlo entre mis manos para así hacer a la nieve bailar.
Y bailar con ella. Llenarme de aspiraciones terrenales, de pequeñas grandes acciones que para el mundo no signifiquen nada y para mi mundo sean absolutamente todo. Qué torpeza la mía, tropezarme. Toparme con «Encanto», dejarme llevar. Volver a recordar. Todo lo que fuimos y jamás seremos. Qué suerte la mía este cúmulo de casualidades que hoy me han llevado a escribir, a volver a hacerlo. En esta época. Justo en esta época.