Donde habita el verano, ahí es. Y sabrás que estás en las coordenadas exactas cuando los girasoles giren por la energía que generas, por la vida que sin hablar les cuentas, por eso que vibra dentro de ti pero aún no conoces el significado, aunque la naturaleza sí.
Los mejores rayos del sol son al atardecer, cuando acarician la piel, doran el pelo y calientan el alma. Y la arena en los pies es acogedora, ¿pero qué me dices de la hierba recién cortada? Cuando hace cosquillas en los dedos y las hormigas trepan por las piernas hacia ningún lugar en concreto, hasta llegar a las manos, sin precipitarse porque la gravedad no va con ellas. Y sin embargo a nosotros, los humanos, nos pesa.
El verano no solo habita en las playas, también en los hogares, colándose por las ventanas, iluminando la madera y mordiendo las flores de encima de la mesa que fueron recogidas esta misma mañana. El verano habita en los corazones que se emocionan con una puesta de sol. Un sol que se zambulle en el mar Cantábrico, un sol que duerme tras las montañas y deja el cielo como un melocotón.
Habita en aquellos que conocen el valor de todo, sobre todo de las pequeñas cosas que son enormes. Esos mismos que pueden decirte los colores que reflejan las alas de las libélulas, o que pueden bailar como lo hacen las hojas de los árboles, aquellos que ven figuras y sueños donde otros ven solo nubes, aquellos que quizá no sepan nada de la vida pero saben cómo vivirla.
Pudiera decirse que este verano ha sido atípico, pero no es así. Ha sido tan impredecible, tan de la tierruca, tan cántabro. Y mientras escribo veo como se consume otro atardecer de este verano, veo cómo cae la noche en las montañas y quién fuera flor para dormir al abrigo de las estrellas. ¿Dónde habita el verano? – vuelvo a preguntarme. Habita ahí dentro, donde antes solo había cabida para el invierno. Y es que me revelaron que no era de agua, ni de aire, que era de fuego y entonces me señalaron el sol, cuando yo solo tenía ojos para la luna. Y fue entonces cuando mi mundo, y no solo mi mundo, cambió. Por dentro, por fuera, hasta mis ojos comenzaron a reflejar otra alma que poco se parecía a la que había consumido hasta mis raíces.
Y viví, como viven los pequeños seres que desconocen el tiempo que les queda. Por que qué más quiero si tengo alas, solo tuve que echar la vista atrás, comprenderlo, conocerme, mirar hacia delante y volar. Y ya no hubo marcha atrás.