Relato de una chaqueta sobre la mujer que la lleva puesta
Esa noche llovía a mares. ¿Y cómo pueden llover mares? Una expresión tan hermosa como “llover a cántaros”. Una expresión que lleva a las manos a echar leña al fuego, literalmente, y quedarse en casa, arropado por el calor, la buena compañía y el olor a manzanas asadas.
Llovía tanto que no había ni un alma, tan siquiera gatos. Ella vivía en una casita de madera, que la puerta trasera te llevaba a un bosque, inmenso, lleno de ruidos que indicaban lo viva que estaba ahí la naturaleza. Indicaban que allí los humanos habían respetado la tierra virgen, desde el primer gusano hasta la última flor.
¿Y qué hizo ella? Abrió la puerta, dejó salir al calor y la vergüenza, y su chaqueta gris tembló, no de frío sino de miedo. Sabía de lo que eran capaces los hombros sobre los que se posaba. Sabía que esa mujer, pelirroja y sonriente era tan impredecible como el tiempo cántabro.
¡Y qué frío hacía! ¿Y ella qué hizo? Tardo cinco pasos en salir del porche de madera y notar las gotas. Dio otro paso más, y estuvo completamente expuesta. Se empapó hasta los huesos. Y sonreía. Hasta que se puso a bailar. “Y cómo bailaba”, decía la chaqueta. Bailaba como si estuviera felizmente loca, infinita mente libre y siendo completamente suya. Lo hacía sabiendo todo lo que había vivido y por todas las ganas que tenía de seguir viviendo.
¿Bailaba bajo la lluvia o ella era lluvia bailando con sus semejantes? Era lluvia, era un huracán. Arrasaba con todo por su paso. “Crecían hasta las flores cuando caminaba”, contaba la chaqueta, quien pensó lo mucho que tardaría en secarse al tiempo que se pegaba más a sus curvas para bailar con ella.
Muy hermoso
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