El gran cañon

(si hoy escribo es porque estoy rota, no puedo estar más rota; y fíjate tú, echaba en falta estar tan rota para escribir tan libre) 

No, no es el Colorado. ¿Sabes? He llorado tanto para adentro, que he creado mar y este a su vez una erosión. Bueno, un mar exactamente no, ha llovido durante años y tantos años de agua hacen del mar un inmenso océano. Un océano dentro de mi, más allá de mi piel y mi pecho, más allá de la superficie, en mi fondo. El fondo de mi lo siento más superficial que nunca.

La erosión desgasta hasta las piedras, y he aquí una piedra desgastada y rojiza, rojiza por rabia y lucha. La lucha siempre parece llevar un color rojo, igual por eso es el color de las mujeres, del que nos desprendemos una vez al mes. Quizá, tal vez, todo tiene que ver. Soy mujer, soy  lucha y sangre, sangre porque no hay vida dentro de mi (ni la habrá).

Después tanta lluvia tengo el alma seca, y desnuda. Tengo un gran cañón por alma, vacío y rojo. He vivido la erosión en mi piel y en mi cabeza y aún quema, quema el fluir de los recuerdos, quema haber vivido tan poco tiempo y tener tanto que contar. Y aún así aprecio cada latido, cada ir y venir de mi existir. Aprecio cada gota de mi, cada surco erosionado, cada trozo de mi que un día fue piedra y éste mi océano arrasó con ello.

Efectivamente, he acabado conmigo misma. ¿Pero sabes qué? En el gran cañón siempre amanece, siempre se ve surgir el sol y espero el amanecer, pero lo hago amando a la luna. No hay que temer la noche, hay que abrazar la oscuridad, sentirla nuestra porque todos tenemos algo de ella dentro. Y no tan dentro. Un día comprendí que si tenía que amarme debía empezar por lo más temido de mi, mi oscuridad. Entonces empecé por ahí, empecé por mis miedos.

Y aún no he acabado de amarlos, como tampoco he encendido la luz.

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