Fugaz. Hielo. Luz. No eterna. Etérea. Tierra. Eterna. Luz. Estrella. Así era, un desorden brillante en una vida más inmensa que el propio cielo. Qué grande me quedaba y qué pequeña soy. Un día voy, otro vengo, y al tercero no sé ni dónde estoy. El rumbo, el línea recta, fugaz y, ¿lo eterno? A veces dura tan solo un segundo. Eterna, ¿cómo qué? Como el alma, el alma siempre será eterna. Pero es invisible a los ojos, aunque tú… tú sabes donde pisaste.
A quién besaste, dónde volviste a caer, la piedra sí esa piedra de aquella otra vez y veces. Veces que habrás respirado, ese aire sin dueño que haces tuyo. Tuyo, como cada uno de tus sueños, esos sueños atemporales que permanecen en el tiempo. Tiempo, solo tiempo para lamer las heridas y un día saber admirar las cicatrices. Oh, cicatrices, aquellas que nos hacen tan nuestros. Nuestro, ya no queda nada. Nada entre tú y yo. Yo, tan mía y ya no tuya. Porque tuya nunca fui, soy de la luna. Esa que me hizo dormir cada noche que tú no estabas, pero a saber dónde. ¿Dónde? Donde nunca nos volveremos a cruzar.
Crucé tantas palabras, tan vacías, tan vacía. Radiante, hielo, terrenal. Terrenal, viva y emocional. Tan fuerte, tan capaz. Me admiro cuando me sorprendo, cuando menos me lo espero, cuando sin darme cuenta doy la vuelta y no miro atrás. Me quiero, siempre me querré por encima de cualquier pero.
Mi vida tiene todo el común con una estrella fugaz, toda yo. Todo yo. Todo mi ayer, mi hoy y mi mañana. Yo. Palabras, sueltas, que no dicen nada pero, ¿y cuando dicen todo? Tal vez algún día te cuente por qué soy tan así