No era una chica problemática, pero sí una chica con problemas. Sabemos que donde duele, inspira, por eso ella se dejaba llevar por la inspiración. Y fluía como la brisa primaveral por los cerezos en flor de Japón. Era como el viento, invisible y tan tangible como escurridiza. Sólo tenía un amor, su piano. Y el corazón roto, su arte. Si cierras los ojos y la escuchas puedes sentir como acaricia tu pelo, porque ella es el viento.
Siempre se sentaba, respiraba profundamente y sufría con tal pasión que cada nota era la más bella; y lloraba. Mientras tocaba el piano caían las lágrimas por su tez de porcelana con una dulzura propia del llorar. De expresar. Latía en su pecho cada do, mordía cada re, cogía aire cada mi, pestañeaba cada fa, se estremecía cada sol, sufría cada la, amaba cada si.
Era mi vida y sí, aún albergo la esperanza. Parte de mi, sí, le pertenecía a él. Por eso lloraba para mi, sí, odio los silencios incómodos conmigo misma, por eso soy pianista, para no sentirme tan vacía, tan sola.
Yo la veía venir, con su vestido blanco, descalza y con la delicadeza de un cerezo en flor meciéndose en el tiempo. Yo la miraba con ojos del ciego amor y ella me hacía. Soy un objeto inútil a no ser que me toques, el corazón y yo tenemos el mismo mecanismo. Sólo que mi pentagrama tiene más notas.