Heme aquí soledad, al son de la perdición exquisita de lo humano, lo terrenal. El vaivén de las clavículas y la lengua descendiendo desde esos huesos desnudos y perfectos. Si subir hasta los labios o bajar hasta casi los pies. Qué gran dilema, el de ver o bajar las estrellas. Esperemos a que el cielo sea de vainilla, después subiremos a por el postre.
Pero cuando llueve, la lluvia hace sentir. Es más pasional, más dulce y efímera cuando se decanta por la piel hasta llegar al alma. Y la besa, lentamente hasta enloquecer. O más bien, dejarse llevar. De algo hay que morir. Supongo.
O tal vez calma, después de la tempestad. Cuando el río fluya y la felicidad siga su curso, al compás. Y es que fíjate, un río nace y muere, desemboca en la mar (o quizá no), ¿y la vida? Acaso no pasa nuestro corazón por rocas y caminos estrechos y aún así, hasta por esas, ¿sigue fluyendo? Se me humedece hasta el amor. Por amar el arte, heme culpable.
¿Hoy qué hacemos? qué hago contigo.